sábado, 18 de mayo de 2013

La defensa platónica de la filosofía


Platón define al filósofo (amante del conocimiento o de la sabiduría) como un ser omnívoro, un hombre con un apetito insaciable para aprenderlo todo”. Para diferenciarlo de músicos y artistas menores distingue Platón al filósofo del filodoxo. Los estetas y artistas gozan de colores, sonidos y formas bellas, pero son desconocedores de las formas. Del mismo modo que las personas que sueñan, ellos toman equivocadamente la apariencia por realidad. El filósofo, por otra parte, conoce las formas. Platón llama conocimiento (episteme) a su estado mental, en contraposición con el estado mental de aquellos, al que llamará opinión (doxa)[1].
El filósofo, por ser el que realiza el ascenso cognoscitivo, es también el hombre que ha alcanzado la virtud. Dado el intelectualismo mortal presente en la filosofía griega en general y en Platón, en particular, el que posee la sabiduría (conocimiento del bien) posee las demás virtudes y es, por tanto, valiente, moderado y justo[2]. La vida ascética es la vida propia del filósofo, el hombre que busca el saber y se ocupa lo menos posible del cuerpo. Es, por tanto, la filosofía una forma de liberación o purificación y el filósofo el hombre que más desea la muerte, aunque no le es lícito procurársela[3].Esta conexión entre filosofía y vida buena, es la que conduce a Platón cuando en distintos mitos (Gorgias, Fedón, Fedro, y República) trata acerca del destino del alma tras la muerte a establecer como destino del filósofo la isla de los bienaventurados y la práctica de la filosofía como único medio de liberarse de sucesivas encarnaciones.
Platón lleva a cabo en diversos pasajes de su obra una defensa de la filosofía frente a la concepción vulgar de su época que la consideraba como algo inútil, sobre todo frente a la política práctica.
En el Gorgias, Calicles acusa a Sócrates de estar corrompido por su adicción a la filosofía, que está bien como pasatiempo para los jóvenes, pero es ruinosa para los mayores, que se convierten en soñadores faltos de sentido práctico y en unos inútiles para sí mismos y para los demás. El que práctica la filosofía es incapaz de defenderse a sí mismo, a sus propiedades o a los suyos ante los tribunales y podría acabar siendo condenado incluso a muerte sin poderse defender. Tales hombres merecen que los azoten, y el mejor consejo que se le podría dar a Sócrates es que abandone esa absurda actividad. Calicles le propone la vida política y la práctica de la retórica. Sócrates responde que el hombre moderado y justo es feliz y, por tanto hay que evitar el desenfreno y practicar la justicia Un hombre justo puede sufrir numerosos daños y ultrajes, pero es mayor el perjuicio para quien se los causa, ya que es mejor padecer la injusticia que cometerla. Los medios que colocan a un hombre en situación de no padecer injusticia le conducen, sin embargo, casi fatalmente a cometerla, y esto, según ha quedado demostrado, es el mayor de los males. Cuanta más larga sea la vida del injusto, mayor es su desgracia; en consecuencia no se debe procurar conservar la vida a toda costa, sino vivir lo mejor posible. La verdadera política, según Sócrates, es la que él ejercita; pero como no trata de agradar sino de procurar el mayor bien a los ciudadanos, le sería muy difícil defenderse si su vida corriera peligro. Pero la muerte se puede soportar más fácilmente, cuando no se ha dicho ni hecho nada injusto contra los dioses ni contra los hombres.
En República VI, Adimanto objeta a Sócrates que las personas que siguen cultivando la filosofía en la edad adulta, en lugar de abandonarla cuando ha pasado la edad escolar, se convierten en bichos raros, inútiles en el mejor de los casos y, en el peor, en unos depravados. Sócrates responde que la culpa de esto no hay que achacársela al filósofo genuino. Los filósofos tienen esta reputación por tres razones:
a) La sociedad no quiere utilizarlos. Esto lo explica Platón con la parábola de la nave del estado (una sátira sobre la democracia ateniense). El patrón (el pueblo en una democracia griega) es fuerte, pero ineficaz. Cada uno de los miembros de la tripulación (los políticos) piensa que debería ser el timonel, aunque ellos nunca han aprendido el arte de la navegación y sostienen que no puede enseñarse. Acosan al patrón para que les deje coger el timón y, si un grupo triunfa sobre los otros, los arrojan por la borda. Por último, algunos de ellos lo drogan y se hacen cargo del barco, saquean las provisiones y convierten el viaje en una orgía, acogiendo como navegante de primera clase a cualquiera que esté dispuesto a ayudarles en su infame plan. No tienen ni idea de que la navegación es una ciencia que exige un largo estudio de las estrellas, los vientos y las estaciones. En un barco gobernado como éste, ¿no se considerará al verdadero navegante como un inútil, un charlatán y un contemplador de estrellas?
b) La sociedad los corrompe. El filósofo es un hombre que alcanza el conocimiento superior y por tanto un virtuoso. Cuando esto se combina con ventajas materiales como la salud, las relaciones influyentes, las buenas apariencias y la fuerza, estará expuesto a la corrupción. Platón pensaba en Alcibíades).
c) Los filósofos ficticios ocupan el lugar del auténtico filósofo. Hay una masa inferior, cuyo lugar apropiado se encuentra en las ocupaciones artesanales, que invade su territorio “como los criminales se refugian en un templo”. Éstos son los impostores que han dado a los filósofos la reputación de ser no sólo inútiles sino malvados.
En República VII Platón vuelve al tema en el mito de la caverna. El prisionero que ha logrado ver los seres reales en el mundo exterior y el mismo sol regresa al interior de la caverna para intentar liberar a sus compañeros. Al entrar se muestra torpe y ridículo (“Y si tuviese que competir de nuevo con los que habían permanecido encadenados, opinando acerca de las sombras aquellas que, por no habérsele asentado todavía los ojos, ve con dificultad..., ¿no daría que reír y no se diría de él que por haber subido arriba, ha vuelto con los ojos estropeados, y que no vale la pena ni aun de intentar una semejante ascensión?”). Los demás no querrían ser liberados (“¿Y no matarían, si encontraban manera de echarle mano y matarle, a quien intentara desatarles y hacerles subir?”). Los que tienen éxito adivinando las secuencias de sombras en el interior de la caverna simbolizan a los políticos prácticos. Ahora bien Platón afirma que “toda persona razonable debe de recordar que son dos las maneras y dos las causas por las cuales se ofuscan los ojos: al pasar de la luz a la tiniebla y al pasar de la tiniebla a la luz. Y una vez haya pensado que también le ocurre lo mismo al alma, no se reirá insensatamente cuando vea a alguna que, por estar ofuscada, no es capaz de discernir los objetos, sino que averiguará si es que, viniendo de una vida más luminosa, está cegada por falta de costumbre o si, al pasar de una mayor ignorancia a una mayor luz, se ha deslumbrado por el exceso de ésta; y así considerará dichosa a la primera alma, que de tal manera se conduce y vive, y compadecerá a la otra, o bien, si quiere reírse de ella, esa su risa será menos ridícula que si se burlara del alma que desciende de la luz.” El político práctico tiene éxito cuando se discute de leyes o constituciones particulares que son justas o de las que ni siquiera lo son, pero sólo el filósofo conoce la Justicia en sí.
En el Teeteto, Sócrates recuerda la anécdota que le sucedió a Tales de Mileto, que, por mirar los cielos y observar los astros, dio con sus huesos en un pozo, provocando que una joven tracia se burlara con ironía de su preocupación por conocer las cosas del cielo cuando ni siquiera se daba cuenta de lo que tenía ante sus pies.        


[1] República V.
[2] Fedón.
[3] Fedón.



 

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