Nuestra historia cultural hasta el siglo XIX ha sido marcadamente
antropocéntrica. Entre las innumerables expresiones del valor concedido al
hombre por su inteligencia, conmueve especialmente la de Blaise Pascal en sus Pensamientos:
“El hombre no es más que un junco, el más débil de
la naturaleza, pero un junco que piensa. No es necesario que el universo entero
se arme para aplastarle. Un vapor, una gota de agua son bastantes para hacerle
perecer. Pero aun cuando el Universo le aplastase, el hombre sería más noble
que lo que le mata, porque él sabe que muere. Y la ventaja que el Universo
tiene sobre él, el Universo no la conoce.”
Sin embargo, es claro que aciertan los pensadores del siglo XIX al
desalojar al hombre del centro. Nietzsche resumió en una fábula lo ridículo que
resulta el orgullo y vanagloria con los que el hombre ha contemplado el
entendimiento y el conocimiento y creído que estos lo elevaban por encima
del resto de seres:
“En algún
apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables
sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes
inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y fatal de la “Historia
universal”: pero, a fin de cuentas, solo un minuto. Tras breves respiraciones
de la naturaleza el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de
perecer”.
Nietzsche consideraba paradójico que el intelecto
produjera ese orgullo cuando solo era un recurso para la conservación de seres
débiles. Este sentimiento llevaba a los hombres a engañarse sobre el valor de
su existencia. Si pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que
también ella navega por el aire poseída de ese mismo ánimo, y se siente el
centro volante de este mundo. El entendimiento como mecanismo de
defensa, según Nietzsche actúa del mismo modo que el mimetismo que permite a
ciertos animales adquirir el color de la tierra o la nieve para escapar a sus
enemigos, esto es, fingiendo. De este modo, el hombre se defiende
fundamentalmente no de los animales de distinta especie, ni siquiera del medio
en general, sino de los individuos de su misma especie. En el hombre la ficción
ha adquirido un desarrollo inusitado según Nietzsche, hasta el punto de que el
engaño, la adulación, el fraude, la murmuración, la escenificación, etc. se han
llegado a convertir en norma de conducta.
Es verdad que en ocasiones no resulta el ser humano
más elevado que los insectos. La política es esclava de intereses económicos
aunque finge servir a los ciudadanos. La democracia es aparente. Frente a esa
democracia aparente los ciudadanos, indignados, reclaman en las calles
democracia real. Nos roban los derechos sociales y, mientras, se escenifica,
como en las antiguas tragedias griegas, la inevitabilidad del destino, incluso la
necesidad de pagar la culpa. ¡Y qué gran fraude es Europa!
A nivel personal ya casi nadie se interesa por el
otro, cada uno se ocupa de sí mismo. Si veo injusticias me callo sumiso si no
me afectan, me callo por si me afectan o, peor, porque me aburren. Solo se
murmura.
Quizás el antropocentrismo se ha vuelto aún más
pequeño, se ha hecho nacionalismo, partidismo, egocentrismo.
Así que, si Nietzsche pensaba que los animales
inteligentes no contaban para la historia universal más allá de un minuto en un
rincón, hoy es posible pensar que no merece más ese animal mentiroso que vuela tan
bajo como una mosca.
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